viernes, 19 de abril de 2013

Una Historia de Amor

Cuando empecé a convivir en pareja me sorprendí de mi propia capacidad para mantener en equilibrio y la harmonía en esa relación.
Me di cuenta que mi comportamiento era vital para que la relación funcionase. Empecé a entender que no podía dejarme llevar, que no podía abandonarme a mis emociones o a mis impulsos. Que era parecido a otras situaciones de mi vida, que para funcionar requerían de mi esfuerzo. Si yo me moderaba, me controlaba, me relajaba, había un efecto inmediato en la pareja. Después de quejarme durante bastante tiempo de las miserias de la relación y de culpabilizar al otro sin éxito, comprendí la frase, “si quieres cambiar el mundo, empieza por cambiarte a ti mismo”.
La pareja es una combinación de dos personas, pero quizás sólo hace falta una con voluntad, para empezar a ponerla en equilibrio.
Hay un “sano egoísmo” que para mi pasó a ser muy importante, no olvidar tus intereses y dedicarte tu tiempo. Si tú te sientes feliz, es más fácil hacer sentir feliz a otro.
Todo esto me llegó siendo joven, en una relación de pareja de la que quise escapar pero no podía. Ante mi impulso de escapar, tuve que esperar. Mi situación económica, laboral y personal me mantenían ahí.
Mi pareja y yo teníamos que convivir en una habitación relativamente espaciosa, de un piso que compartíamos con más personas.
Aunque hubiéramos deseado huir y escapar el uno del otro en muchas ocasiones, no era tan fácil. El clima del norte de Europa no nos dejaba salir a la calle tan a menudo como queríamos y nuestra situación económica era difícil. Trabajábamos bastantes horas, y no teníamos ninguna privacidad al llegar a casa. A veces sentía que las paredes de aquella habitación se encogían, que aquél espacio me asfixiaba, otras veces sentía que iba “explotar” porque necesitaba un respiro. Nos encontrábamos físicamente muy juntos, y éramos dos personas muy diferentes.
El enamoramiento inicial había pasado a un desencanto que nos dejaba fríos.
Nos molestaban bastantes cosas del otro, y al ser tan jóvenes, no teníamos mucha paciencia.
Aunque a medida que pasaba el tiempo, y aprendíamos a convivir (en gran parte por necesidad), veíamos como nuestra relación se iba “puliendo”, y poco a poco empezaba a brillar.
Empezamos a entender que nos necesitábamos el uno al otro en una ciudad en la que no teníamos familia, la cultura y el idioma  no eran los nuestros, y los amigos vivían lejos. Para añadir diferencias, nuestra cultura e idioma eran también diferentes. Entre nosotros hablábamos dos idiomas, el suyo y el del país en el que vivíamos. Rápidamente cambiámos de un idioma al otro, lo que a veces, creaba confusión. Mi idioma quedó en el olvido, y sólo lo usaba en mis sueños y con agunos compañeros de trabajo de forma esporádica.
La crudeza de la ciudad era a veces insoportable, el clima y el estigma social de ser inmigrantes nos pesaban. Para aliviar nuestra soledad y el desamparo, decidimos valorar nuestra compañía de forma diferente.
Conscientes del grado de complicidad que íbamos consiguiendo, empezamos a disfrutar más nuestro tiempo juntos. Ya no nos molestábamos el uno al otro, nos apoyábamos. Ese apoyo empezó a ser más constante y genuino, nos cuidábamos el uno al otro. A veces tenía la sensación de que éramos como dos personas de una misma familia que sienten que se tienen que ayudar.
En esta evolución, con el tiempo yo empecé a mirar más por mis intereses y necesidades. Conseguí cambiar de trabajo y me sentía más feliz con lo que hacía. Si yo me sentía más feliz, la relación mejoraba. Contrariamente a lo que podía pensar, que me dedicara más tiempo mí no nos separó, nos unió más.
Así empecé a ejercer mi responsabilidad. Intentaba aportar lo mejor de mí, no abandonarme y seguía cuidando mis intereses. Nuestro último año fue el mejor. Nuestra relación no podía brillar más.
Aún hoy la recuerdo como un gran logro, un antes y un después. Una lección de vida que conseguimos con tenacidad, paciencia y esfuerzo. Que nos llevó a conocer nuestros límites y pero también nuestro potencial.
Retomar de la memoria esos recuerdos maravillosos (decidí quedarme con los buenos), me hace sentir mejor persona y me recuerdan que, “la realidad es siempre del color del cristal con el que se mira”.
Me gustaría añadir un último comentario de Giorgio Nardone que escuché en un seminario; Es muy difícil mantener una relación sentimental sólo con la voluntad, hace falta esa “chispa”, esa atracción natural o química que se da entre dos personas y que no se puede crear con la voluntad o la determinación. Si falta la “chispa” o la química, esa pareja estará seguramente condenada a fracasar, antes o después.

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